Tracey Emin y la cama deshecha

Esta cama es la quintaesencia de todo lo que odian los odiadores premium del arte contemporáneo. Les molesta que no sea un producto de la imaginación de su creadora, Tracey Emin, a la que ni siquiera le ha importado hacer algo bonito. De hecho, no soportan que sea tan fea como la vida misma, porque también odian fuerte cualquier tipo de arte que no sea una perfecta ilusión que los aparte de la cruda realidad y de sus fútiles vidas. No entienden cómo una artista puede considerarse tal cosa si no trabaja para complacerles y que, en lugar de entretenerlos, los incomoden, ¡los molesten! Les mortifica que el arte se haya convertido en un acontecimiento similar a los que se producen en la calle y ya no sean capaces de distinguir claramente entre lo que es una cosa y otra. No aguantan tampoco que el espectador tenga que aportar algo más que su contemplación y cumplan con lo que dijo Duchamp –el gran culpable y referente de esta –, que el espectador convierte el arte groseramente personal en un arte intelectual y socialmente refinado. Rabian porque no reúna la espiritualidad y la humanidad de los cuadros de los viejos maestros, porque no les importe la trascendencia o no tengan un propósito claro. Gritan contra esto de que solo hablen de sí mismos. Peor aún: que sea una mujer y que hable de ella, y se atreva a airear las miserias de una vida que exprime hasta las últimas consecuencias de la libertad, en la que no faltan violaciones, abortos, borracheras y mucho sexo. Intolerable.

En aquella Sensation, mítica exposición celebrada en 1997 en la Royal Academy of Arts de Londres, junto a los desnudos de Jenny Saville, otra de las jóvenes artistas británicas que salieron a reclamar la nueva era fue Tracey Emin, que plantó una tienda de campaña con los nombres de todos los hombres con los que se había acostado entre 1963 y 1995 bordados en sus laterales. Después de aquello llegó My Bed (1998), finalista del premio Turner en 1999, que sería vendida por 3,2 millones de euros en una subasta en 2014. El publicista y mecenas Charles Saatchi la había comprado 14 años antes por 188.000 euros y cuentan que la exhibía en el salón de su casa. El nuevo dueño, el empresario y coleccionista alemán Christian Duerckheim, ha depositado la obra de arte en la Tate Modern de Londres hasta 2025. Y allí es donde se pudo contemplar, hasta hace unos meses, precedida por cuadros de Francis Bacon y formando parte de 700 años de arte británico, porque es imposible entender su trabajo desligado de su biografía, como es imposible no entender que su biografía trata temas universales como el amor, la muerte, el dolor o el deseo.

El tiempo corre y la cama es cada vez más universal y menos particular. Y si no fuera por este confinamiento que nos hace ver en todo una referencia al encierro y caos, seguiríamos husmeando en los detalles: sábanas revueltas, ropa interior, preservativos usados, botella de vodka (vacía), pantuflas, ceniceros abarrotados por cigarrillos, un test de embarazo y esa dichosa moqueta azul a los pies de la cama. Objetos secundarios, el rastro que ha dejado lo que falta. Todo hace referencia al verdadero protagonista de la instalación (excepcionalmente, no hablamos de un cuadro), que no es la cama, sino el cuerpo que no está. La huella de la mujer que se acaba de levantar de una resaca mortal y toma conciencia de su estado. Esa cama es un sudario de la Pasión contemporánea, una sábana Santa del cuerpo de una mujer que es acosada y acusada por los medios y la crítica de obsesa sexual, exhibicionista emocional y chamarilera de sus traumas juveniles. Esa cama y lo que uno no ve en ella es un puñetazo al patriarcado.

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