Pablo Larraín “El reguetón es una actitud política”

Mediada la última película del chileno Pablo Larraín, el espectador asiste a lo más parecido a una declaración de principios. Se trata de una auténtica bomba contra todos y cada uno de los lugares comunes que asisten a lo que el tiempo ha dado en llamar quizá progresía. Ya saben la palabra que la derecha en general pronuncia con cara más de estreñimiento que de asco. Se podría incluso aventurar que la conversación entre el personaje de Gael García Bernal y el de la actriz Giannina Fruttero funciona como laxante; una liberadora y lúcida lavativa de prejuicios. Dice él, coreógrafo y gente de bien, que el reguetón le suena a música de cárcel. Y añade: «Es una música para no pensar; para olvidar la cárcel en la que vives y para crear una cárcel en tu mente… Es un ritmo hipnótico que te apendeja. Es una ilusión de libertad… Sexo, sí; drogas, sí… Alguien les convenció de que si mueven las caderitas son mucho más libres. Eso es dormirse en la derrota… Es una cultura de la violencia donde las mujeres se convierten en objetos sexuales y el hombre en un puto macho…». Y la coda: «Me cago en la pinche moda del reguetón».

A lo que ella responde: «Me gusta bailar porque es como estar tirando, feliz, con la cara roja, echando garabatos, caliente, rica, loca, moviéndome… Y de repente… estoy rodeada de gente. Y están todos igual de calientes que yo, pero moviéndose como si estuvieran tirando, pero con música. Es rico, es la vida. Y yo te bailo la vida. Si tú estás aquí es porque alguien en algún momento se calentó y tuvo un orgasmo. Y hoy día ese orgasmo lo podemos bailar». Y ahí, de momento, queda todo.

Ema, así se titula la película, es básicamente un ejercicio de libertad o, mejor, de demolición de cada uno de los lugares comunes que aceptamos como sensatos, liberadores y, por todo lo anterior, progresistas. Pero, y esto es lo relevante, sin caer en la trampa autocomplaciente del discurso nostálgico, reaccionario o sólo conservador. Al contrario. «Creo», reflexiona el director, «que buena parte de la nueva generación es profundamente política pese a que dé la impresión contraria porque reniega de los cauces políticos que hemos impuesto nosotros, la generación de sus padres. Es una generación que se levanta contra el consumismo, contra las consecuencias de este último en el cambio climático y que abomina de la relación binaria del sexo puesto que reconoce en ella todos los males derivados de la posesión: la violencia machista. Ésa es nuestra herencia. No creen en el amor romántico por lo que tiene de explotación del otro. Están convencidos de que el amor se puede vivir de forma diferente, más directa y con un profundo respeto por el otro. Y bailan reguetón. El reguetón es una actitud política».

MARIANA DI GIROLAMO

Ema, para situarnos, cuenta la historia de una pareja que, un mal día, devuelve a su hijo adoptado. García Bernal, de un lado, y, atentos, una inmensa y enigmática Mariana Di Girolamo del otro. Digamos que el punto de partida es en sí mismo la fractura de un tabú. «Sí», razona Larraín, «cuesta hablar de ello. Cuando se adopta a un crío ya mayor que ha vivido todo tipo de calamidades, no siempre el gesto de generosidad de la adopción funciona». Y tras esta primera ruptura, todas las demás. Se acabaron los argumentos y los mapas. La propuesta de Larraín navega sin ataduras por unos cuerpos que se ofrecen vírgenes a todo y a todos: al dolor, al placer, al sexo y al baile. Sí, se baila por la misma razón que se vive y, sobre todo, se folla, sin barreras, sin pin parental y porque sí, por la inercia del principio vital que todo lo mueve.

Cada una de las coreografías de José Vidal funciona como un estallido; como el temblor del lanzallamas que la protagonista exhibe contra el cielo. «El baile contemporáneo funciona sobre la idea de los cuerpos que se acoplan. El reguetón es fricción. Uno sucede sobre un escenario y trabaja con la idea del control; el otro se apropia de las calles y sólo se entiende desde el abandono. Puedes bailar reguetón con mucha gente pero siempre lo bailas contigo mismo. Es un baile individual de una generación que vive el individualismo con un gran respeto por la colectividad», comenta Larraín con la fe que siempre muestra el converso.

Si se quiere, la película supone no tanto una revolución como un salto al vacío dentro de la filmografía del director. Cada película de Pablo Larraín hasta la fecha ha insistido en enfocar siempre donde no hay luz. En sus manos, el drama entero de la más inmisericorde de las dictaduras se ventila en una oscura discoteca (Tony Manero), en un tanatorio (Post Mortem) o en una casa de reclusión para curas pederastas (El club). Y cada retrato de personajes necesariamente célebres o míticos (Neruda o Jackie) ha consistido en un ejercicio de vaciado. La estética en sus manos es siempre, por fuerza, política. Pues bien, ahora lo mismo, pero desde la urgencia de un presente que no sabe ni de mitos ni de heridas; que se ofrece como negación de todo lo anterior. Sólo futuro.

Cuenta el director que el rodaje carecía de guion. Se trataba de capturar el mayor número de ideas posibles en rodaje para luego montarlas en edición. Larraín define su película como un «cuento de hadas punk», pero la definición ya lleva consigo un arrepentimiento. Es esto y todo lo contrario. Es básicamente lo opuesto a casi todo. Es… «un orgasmo que se baila»… Eso y «me cago en la pinche moda del reguetón».

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