* Por Francisco Ruiz
Semanario Balún Canán/ Tijuana BC (SBC).– El 2024 cada vez está más cerca. Con la cercanía, los ánimos políticos se caldean, sobre todo para los aspirantes presidenciales. Primero iba Claudia Sheinbaum a la cabeza, luego Marcelo Ebrard; otra vez Claudia, y Marcelo la sigue muy de cerca. Una pancarta de apoyo al paisano del presidente, Adán Augusto López. Una sola en todo el zócalo. Una para el secretario de Gobernación, quien, por más que insista, no logra hacerle sombra al carnal Marcelo. El zacatecano Monreal sigue haciendo circo, maroma y teatro, pero no más no pega ni pegará.
Sin embargo, dadas las medidas adoptadas por el presidente en favor de los militares en posiciones administrativas y las recientes reformas promovidas por el PRI en la Cámara de Diputados para terminar de militarizar el país, cabe la pregunta: “¿Y si la corcholata del presidente no es ninguno de los mencionados sino un militar? ¿Y si López Obrador aspira a ser sucedido por un miembro del ejército?”.
El último castrense que fue presidente de México fue Manuel Ávila Camacho. Después de él, con Miguel Alemán Valdés comenzaron a gobernar los licenciados hasta el arribo de los tecnócratas (¡Que tiempos!). Previamente, el último presidente civil fue Francisco Lagos Cházaro en 1915. Aunque, si solo consideramos a los gobiernos legítimamente establecidos, el último presidente civil fue Francisco S. Carvajal en 1914.
Por lo tanto, pensar en un presidente militar no sería algo nuevo en México. Tampoco sería una novedad a nivel internacional, pues, comenzando por Estados Unidos, muchos de sus presidentes han servido en las fuerzas armadas. Ni hablar de Cuba, Venezuela, Chile o Argentina.
Y, aunque nuestra Carta Magna no está escrita en piedra, una reelección o una ampliación de mandato se ve lejana. Sin embargo, la continuidad a través de un miembro de la élite militar que ejerza el cargo de manera absolutamente sumisa a un superior no es descabellado. Por lo menos no está prohibido, basta citar la fracción cinco del artículo 82 de la Constitución para probarlo: “Para ser Presidente (sic) se requiere… No estar en servicio activo, en caso de pertenecer al Ejército, seis meses antes del día de la elección”.
Recientemente, Leo Zuckermann aseguró que: “en cuanto se sientan en la silla, les dan ganas de ejercer ellos solos el poder presidencial. No quiere compartirlo con nadie…Nuestro régimen político está diseñado, en sus reglas formales e informales, para que el presidente en turno tenga muchísimo más poder que cualquier exmandatario”. Yo sólo me atrevo a decir que, finalmente, el presidente en turno, militar o no, es el mandamás del ejército.
Además, López Obrador tiene algo que todos sus antecesores hubieran querido tener: el apoyo ciego de sus bases. No a cambio de despensas o por acarreo, sino porque escuchan el canto de las sirenas y acuden a él. Sin AMLO no existe MORENA ni seguimiento a su proyecto. Por tanto, la sombra del tabasqueño sería más llevadera solo obedeciendo. Difícil, sí. Imposible, no.
Por eso, es necesario considerar que antes de Calles sólo existía la reelección del individuo; luego, vinieron las prolongadas reelecciones del partido tricolor, fórmula que terminó de agotarse. Sin embargo, debemos aceptar que las estrategias del actual presidente son persistentes y efectivas. Al hacerse del poder, Andrés Manuel rompió paradigmas y manuales, de ahí surge mi cuestionamiento: ¿La dictadura perfecta podría evolucionar e ir más allá de nombres e instituciones y consolidarse por medio de la obediencia perfecta? Porque, si algo queda claro, es que AMLO confía en el ejército.