“El miedo ya no es al covid, es a lo que decidan hacer con tu cuerpo”

Sellaron nuestra puerta con una banda magnética. Desde hace una semana, no podemos salir al pasillo ni al balcón. Ni recibir comida, ni sacar la basura. Casi todos los días, un equipo de fumigación con trajes blancos y escafandras de plástico viene a desinfectar el edificio.

Antes de las seis de la tarde, debemos enviar una foto a la conserje con nuestras últimas pruebas. Los desechos se acumulan en la cocina, apilados en bolsas amarillas que advierten en inglés y chino: “Cuidado, residuos médicos infecciosos”.

Convivimos con nuestra basura y nos sentimos afortunados.

Shanghái enfrenta el mayor brote de coronavirus registrado en China desde enero de 2020, cuando empezó la pandemia. Según las cifras oficiales, más del 90% de los casos es asintomático. Para el 8 de mayo, se reportaron 80 personas hospitalizadas en estado crítico y otras 415 con síntomas graves, de acuerdo con el Shanghai Fabu, el boletín oficial de la municipalidad.

De los 27 millones de habitantes que tiene la ciudad, en lo que va del año se contabilizaron 536 muertes por covid con un promedio de 78,9 años de edad. La mayoría sin vacunas y con enfermedades subyacentes.

La viceprimer ministra china, Sun Chunlan, dijo a las autoridades shanghainesas que debían detener la trasmisión comunitaria el pasado 2 de abril. Desde ese momento, las políticas de tolerancia cero se recrudecieron y la cuarentena, que en un inicio duraría cinco días, se declaró indefinida.

El jefe de epidemiología del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de China, Wu Zunyou, justificó las estrictas medidas asegurando que “son las que mejor se adaptan a la situación de China”. El país ha conseguido mantener uno de los índices más bajos de contagios y muertes por coronavirus del mundo, según datos oficiales, incluso con una baja tasa de vacunación de personas de riesgo.

Sin embargo, a más de un mes de encierro, de desabastecimiento e incertidumbre, de ver a nuestros vecinos arrastrados fuera de sus casas, amigos que caen en el desempleo o huyen en los pocos vuelos que salen del Aeropuerto Internacional de Pudong, el miedo ya no es a la enfermedad, sino a las medidas.

A lo que decidan hacer con tu cuerpo.

El pánico del test positivo

Llegamos a Shanghái hace 6 años por unas becas doctorales y nunca nos sentimos tan vulnerables como el último mes.

El martes 26 de abril, después de más de tres semanas de cuarentena, uno de nosotros, Lucila, dio positivo en un test de antígenos. Las pruebas, los hisopados, los reportes al comité del barrio (esa unidad conformada por delegados vecinales y representantes del gobernante Partido Comunista) se volvieron parte de la rutina.

Pero esa mañana, cuando vimos las dos rayas rojas que aparecían en la banda de plástico, entramos en pánico. Sabíamos que se venían días complicados.

La primera llamada no fue a las madres, ni a los amigos, sino al consulado argentino. Los únicos que, tal vez, podrían ayudarnos a evitar los centros de aislamiento. Los fangcang, “hospitales o refugios móviles”, fueron creados en 2020 para tratar a pacientes que sufrían los efectos del coronavirus.

Con la aparición de la variante ómicron, volvieron a montarse, esta vez para aislar a los asintomáticos o quienes mostraban síntomas leves. Es decir, a personas que no requieren tratamientos.

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