Alerta sísmica, repiten los altavoces mientras la gente sale a la calle y trata de controlar el miedo hasta que se sienten las primeras sacudidas, la tierra cruje, los edificios chocan y se levantan las nubes de polvo entre gritos apagados que esperan que pase —de nuevo— lo peor. La tragedia.
Una tragedia que —esta vez— no ocurrió, pero no porque estemos mejor preparados. Al contrario: los asuntos de la ciudad parecen haber pasado a segundo plano para quien ahora tiene un escaño como prioridad, mientras que los edificios dañados con el terremoto anterior siguen representando un riesgo mayúsculo sin que se haga nada al respecto. Las labores de demolición no se han emprendido más que en unos cuantos predios, en tanto el resto de los edificios afectados pueden desplomarse de un momento a otro, llenando de incertidumbre a los vecinos y transeúntes: el ubicado en la esquina de Chilpancingo y el Parque México, por ejemplo, o el de Sonora y Ámsterdam, están severamente afectados sin que la autoridad haya hecho nada más que colocar una cinta amarilla alrededor, a una distancia que ni siquiera es la adecuada para proteger a quienes se encontraran cerca en caso de un derrumbe. A eso se reducen las acciones de reconstrucción tras el terremoto: a una ridícula cinta amarilla.
Una cinta amarilla que tiene a los vecinos en vilo, afectando fuentes de trabajo y perturbando a quienes no pueden retomar su vida normal por la abulia de quienes se supone que tendrían que estar preocupados por cumplir con su encargo, antes que por brincar a nuevos puestos. Esto no se ha acabado: la ciudad está afectada y las medidas que hasta el momento se han tomado no son suficientes para garantizar la seguridad de quienes la habitan. No deja de ser irónico que, apenas unas horas antes del sismo que sacudió a la ciudad el viernes pasado, quien ocupara el cargo de comisionado para la Reconstrucción de la Ciudad de México hubiese presentado su renuncia ante las decisiones discrecionales que, sobre el uso de los recursos, tomara la Asamblea Legislativa.
Política, intereses partidarios, manejo discrecional de recursos: lo mismo de siempre. La misma historia de opacidades y omisiones a la que estamos acostumbrados, pero en un tema cuya gravedad hace imperativo que las autoridades tomen acciones más enérgicas que una mera cinta amarilla. El sismo del viernes pasado es un recordatorio de que las catástrofes pueden ocurrir en cualquier momento, y de cómo las acciones —u omisiones— de la autoridad tienen consecuencias que se traducen en el patrimonio y la seguridad de la ciudadanía: a cinco meses vista del terremoto del 19 de septiembre, no se cuenta con un padrón confiable del estado de las construcciones en las zonas más proclives a sufrir daños por un sismo; son pocos los edificios que se han reforzado, y los que están a punto de derrumbarse representan un riesgo real sobre los vecinos que no ha permitido el reflorecimiento de las zonas afectadas. Eso, sin contar con los casos de corrupción comprobados, con la negligencia culpable de las autoridades, con la información reservada por intereses electorales. Cinco meses de letargo.
Cinco meses de letargo, cinco meses de pérdida de empleos, cinco meses de una amenaza constante en una ciudad —de por sí— sumergida en un sinfín de problemas que podrían haberse evitado pero que no se atendieron a tiempo. Los edificios a punto del derrumbe, ante la mirada impávida de la autoridad, retratan de cuerpo completo lo que ha sido una gestión zafia y llena de frivolidades. Como el transporte público, como los vendedores ambulantes, como la basura, el agua, la llegada de los cárteles que siempre se negaron. Como todos los problemas que se ignoraron y no se atendieron, como todos los problemas a los que simplemente se les coloca una cinta amarilla alrededor, con la esperanza de que no vuelva a temblar antes de que llegue el fuero.