PLUMA INVITADA
Hay una profecía que nos debe de aterrar: el día en que la palabra escrita desaparezca por completo | Pluma invitada de Javier Talamás
José Emilio Pacheco
I
Somos hijos del tiempo, pero vasallos de la lengua. El fenómeno lingüístico sigue la suerte de una revelación mística a la que nos sometemos fatalmente. No hay por qué temer: es precisamente ese fenómeno lo que nos define como especie. A través del lenguaje encontramos la armonía natural que nos ata a la creación y el sentido (o sinsentido) de nuestra existencia. Por tanto, es una experiencia con capacidad redentora para el alma. Tiene que ser de ese modo: sólo el lenguaje permite las ideas. Allá donde no alcanza el lenguaje, no se gestan las ideas.
Desde el alba de nuestra existencia hemos estado sometidos a ese vasallaje que no nos deja huir. Nos ha atrapado y nos limita. Pero, ¿qué conforma al lenguaje? Aunque la intención de estas letras no es ahondar en la especialización de la ciencia, sí debemos precisar que el lenguaje se compone no solo de palabras, sino de representación y emoción. Esa deidad misteriosa y fascinante, es, principalmente, indicación, emoción y representación.[1] Toda actividad humana, sobre todo las artísticas, cargan esas electrizantes cualidades –aunque aquella sea su encarnación más pura–.
Es cierto: antes del habla no existía un sistema formal que permitiera la comunicación fonética. Mas acaso el hombre, desnudo en su alma, sin la palabra, ¿no comunicaba? Antes de hablar, el hombre gesticulaba. Esos gestos nos ataban al señorío de la lengua. Porque hablamos no solo con la boca, sino con el rostro, el ademán, ¡inclusive el propio silencio tiene virtudes comunicativas! Fue una evolución, digamos, natural: de los gestos que observamos en la naturaleza, aprendimos y emulamos. La misma suerte sucedió con la comunicación visual y el germen de la fonética: ruidos naturales para amedrentar el miedo; para suprimir amenazas; y pintura para comunicar con la mirada lo que no permitía la lengua. De la mímica a la palabra hay un largo sendero que los separa, mas no es preciso continuar el trecho histórico en estas líneas. Podemos aterrizar el párrafo en la siguiente conclusión: toda intencionalidad del hombre por comunicar representa al fenómeno lingüístico.
Apenas postra el cincel sobre la piedra, y el escultor ya ha comunicado algo; transmutación del orden natural de las cosas. El arquitecto en sus edificios muestra una rebeldía contra la pequeñez de nuestra enclenque, efímera y tímida existencia: erige colosales testigos de la grandeza (¿?) de nuestra civilización. ¡Qué decir del pintor o del poeta! Sus ojos delirantes, hambrientos por paralizar la belleza del instante y de lo ordinario; y sus brazos que se mecen furiosos en el aire o en la hoja para engendrar lo poético en ventanas hacía lo desconocido, nos comunican, más veces que otras, sentimientos y virtudes poco apreciables en el habla.
Soltamos la palabra colgada en el labio, y se rompe el dique que contenía el torrente de significación: estalla la metáfora, el símbolo que corta nuestro cordón umbilical con el mundo natural. ¿Qué nos revela la palabra? La vasta metáfora de la realidad. En el lenguaje adquirimos conciencia de nosotros. Cada palabra es una metáfora, y por tanto, el hombre es «un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje; por la palabra el hombre es metáfora de sí mismo».[2] Tan solo es esa la importancia del lenguaje: nos revela, nos reinventa, y nos libera. (Cito por Octavio Paz, quien aborda el fenómeno del lenguaje y la creación poética en acaso su mejor ensayo: El arco y la lira.)
Argumentamos en este brevísimo y somero ensayo que no es posible lograr el pensamiento, el debate, o la crítica, sin una conciencia lingüística. En un primer término, esta se adquiere mediante la revelación de la palabra. Y en un segundo plano, con la autoexploración racional del alma y de la psique. Pero no se puede completar la operación intelectual sin darle una fijeza a las ideas, a la palabra; ergo, escribimos. Verba volant. De ahí la necesidad de escribir. ¿A dónde se arrincona esa palabra tímida si no es en la hoja? Porque apenas la liberamos, y ya no existe.
II
Hay una profecía que nos debe aterrar: el día en que la palabra escrita desaparezca por completo. Es decir, que las imágenes, los emoticonos (emojis) y el contenido audio-visual, sustituyan en su totalidad el fenómeno de la escritura. Me parece que no estamos tan lejos de esa realidad deleznable. Las grandes tecnologías se han convertido en un fuego que consume todo a su paso. Su llama no reposa, ni se extingue. Mayor información ha venido a costa de menor calidad. Se alimenta de nosotros; nos devora. Somos leño caído.
Sobre este punto basta mirar el espectro político y antropológico: pensadores han sido sustituidos por habladores; papanatas parlanchines, que repiten como el loro, frente a una cámara de video o el televisor, ideas que descargan de su ordenador sin pasar por ellas el más mínimo repaso. Ni las enfrentan, ni las cuestionan: las repiten. Como el animal confunde a su amo con su salvador, nosotros levantamos estatuas a esos “ídolos” que tanta influencia ejercen en nosotros. Las empresas y los medios los adoptan como edecanes y los prostituyen. Poca cuenta se dan aquellos ídolos que en aras de una ganancia lucrativa, no social, mucho menos humanística, los emplean como moneda de cambio. Ellos son el estandarte de la modernidad, el baluarte de los nuevos pensadores, y los “escritores” de nuestra generación. (A propósito, ¿qué es un escritor?) Después de todo, nos entregan en la mano el alimento diario. Lejos de ser verdaderos incitadores del pensamiento crítico y de la reflexión, más bien incentivan la holgazanería, inducen al conformismo y premian las formas sobre las esencias. ¿Cuántas voces críticas, literarias, y pensantes han sido calladas por esos loros y el eco de sus graznidos? Y vaya que la buena feria se hace de la diversidad.
Las redes sociales, por su parte, las han convertido en un auténtico burdel de la palabra y la majadería. Banalizan el sexo, so escusa de “libertad sexual”, a expensas del erotismo; la opinión a expensas de la crítica; y la palabra, a expensas de contenido. (Aplaudo y recibo con particular agrado la libertad sexual que disfrutamos en nuestros tiempos; mas no debemos convertirnos por ello en meros instrumentos pasivos de las emociones sexuales.)
A manera de metáfora diremos que esos loros parlanchines –tan gustosos de su aspecto físico, por cierto–, son los nuevos pensadores o intelectuales sobre los que erigiremos las generaciones venideras. En Grecia fueron los filósofos; en Roma, los juristas; en el Renacimiento, los artistas y pensadores de las bellas artes; en la modernidad, ¿serán ellos quienes nos definan? ¿Podrán trascender al tiempo esos cimientos?, ¿seguirá su “obra” tan vigente como lo sigue la Commedia de Dante, la Gioconda de DaVinci, o el David de Miguel Ángel? La grandeza de una obra, me gusta creer, reside en su fortaleza contra el tiempo. Cuando las manecillas no agotan la tinta de la hoja, la pintura del marco o el mármol de la escultura, presenciamos una verdadera obra de arte. Uno puede leer a Reyes y pensar que habrá escrito su obra apenas ayer. Por el contrario, el material de esos loros existe para lo efímero, para el instante; debe ser consumido de inmediato, sin el menor grado de reproche. Son ideas desechables. Por eso más vale, –diría Reyes–, dejarlo así como metáfora.
III
Suscribo esta idea de Vargas Llosa: la civilización de Occidente ha abandonado la actividad intelectual y crítica en pos de actividades sublimes, vagas y vulgares que poco exigen del espectador, oyente, participante o lector.[3] Las leyes y la técnica mercantilista del mercado libre ha permeado los confines racionales del individuo: consumir a grandes cantidades, con el menor esfuerzo, de manera rápida e instantánea. Aplica para las artes, por igual. En su crítica a nuestra sociedad posmoderna, emite Vargas Llosa una sentencia por demás sombría:
[…] la publicidad y las modas que lanzan e imponen los productos culturales en nuestro tiempo son un serio obstáculo a la creación de individuos independientes, capaces de juzgar por sí mismos qué les gusta, qué admiran, qué encuentran desagradable y tramposo u horripilante en aquellos productos. La cultura-mundo, en vez de promover al individuo, lo aborrega, privándolo de lucidez y libre albedrío, y lo hace reaccionar ante la “cultura” imperante de manera condicionada y gregaria, como los perros de Pavlov ante la campanita que anuncia la comida.
La catarata mediática, la publicidad ostentosa, el consumismo, y la ignorancia, convergen para crear un hoyo negro que todo lo absorbe. El espíritu rebelde no basta para detener la metamorfosis de estos tiempos turbulentos, donde los valores morales que nos permiten la convivencia y la sanidad emocional, han sido suplantados por el materialismo y otros aberrantes “-ismos” que premian las actitudes más simplonas de los hombres y mujeres.
Debemos regresar a los cuarteles de la crítica si queremos movernos como sociedad hacía un futuro de verdad esperanzador. Para ello requerimos de una rebeldía lingüística, que nos cristalice ese numen que había moldeado, hasta hoy, nuestro futuro. Atrevernos a desafiar el presente comienza por el desafío a nuestras ideas. ¿Qué nos dirá la palabra colgada en la lengua con la que terminamos estas letras?
Javier Talamás
Es Licenciado en Derecho por la Universidad de Monterrey. Ha trabajado en diversas firmas jurídicas, y a lo largo de su carrera profesional se ha desempeñado en distintas ramas de la profesión: Derecho Notarial, Parlamentario, y Corporativo (la cual ejerce actualmente). Su pasión más grande es la literatura; firme creyente de que el cambio social emana desde el interior del espíritu humano, el cual solo puede ser descubierto a través de las letras. Es editorialista de Altavoz México, donde ha publicado crónicas, ensayos, columnas y poemas. Además, es co-fundador de una editorial llamada Vocanova, la cual actualmente dirige, y cuya misión pretende transformar el mundo a través de la difusión de expresiones artísticas.
[1] Paz, Octavio, El arco y la lira, 3ª ed., Fondo de Cultura Económica, México, 1972.
[2] Ibídem, pág. 34.
[3] Vargas Llosa, Mario, La civilización del espectáculo, Penguin Random House Grupo Editorial, México, 2012.