La importancia de las olas

MARÍA TERESA PRIEGO-BROCA

Cerrar los ojos y mirar a aquellos que fuimos. Antes de que la vida diera tantas vueltas hasta hacernos estrellarnos los unos contra los otros | Teresa Priego

MARÍA TERESA PRIEGO-BROCAPERFIL

Volver al mar. Hundir los pies en la arena. Ese milagro repetido del horizonte: el agua y el cielo se confunden. Arde la arena. Volver como en un viaje al principio de los tiempos, sobre todo, para quienes crecimos en las costas. Cerrar los ojos y sentir la mano de mi padre tomando mi mano. Cerrar los ojos y sentir las manitas de mis hijos tomando mi mano. Recuperar cada vez los rituales, como si el mar fuera el punto mágico de un encuentro entre el presente y el pasado que se confunden. Así como a lo lejos el agua y el cielo.

Aquella primera playa se llama Miramar. Y Miramar sigue inscrita en todas las playas. A contrapelo, aún en esos mares de aguas heladas que a veces una encuentra. Cada persona, cada familia trae consigo lo que Natalia Ginzburg llamó “El léxico familiar”. Ese lenguaje privado que se va creando desde la infancia entre el padre, la madre, los hermanos. Esas referencias que solo ellos conocen y a las que regresan cada vez que se encuentran. En mi familia, bastaba decir: “El ogro traga fuegos” y repetirlo varias veces, para convocar las carcajadas. Esas palabras que a partir de las experiencias compartidas van creando los vínculos invisibles. Los sitios de encuentro.

El territorio compartido

Cada hermano es el guardador de su propia memoria y de la memoria de los otros. Cada uno tiene, por supuesto, su propia interpretación de lo vivido. A veces coinciden, a veces no. A veces uno de ellos nos recuerda escenas que creíamos olvidadas. “¿Estás segura? No inventes. ¿Así sucedió?” La memoria es, para bien y para mal, el territorio compartido. ¿Cuántas veces no hemos vivido ese juego de comparar recuerdos alrededor de una mesa? ¿Cuántas veces no nos hemos arrebatado la palabra a la búsqueda minuciosa de los detalles en la versión de cada uno?

Todos tenemos un Acapulco

Desde mi infancia no regresaba a visitar el “viejo” Acapulco. El de la isla Roqueta. El hotel Boca Chica y sus encantos de los años cincuenta. El faro. La playa de Caleta. Es el Acapulco que amaba mi abuela materna. Con ella, teníamos que visitar La Quebrada. No perdernos una puesta de sol en Pie de la Cuesta. “Aquí no se puede nadar, hay que ir a la Roqueta”. Regresar a ese Acapulco “más allá” de la Diana. El de las familias abordando los barcos para el paseo con pirata “feroz” incluido. Constatar que siguen siendo las vistas más bellas de la bahía. La caída de la tarde desde El Flamingo.

“En el fondo del mar se aparece la virgen”, decía mi abuela. No sé si mis hermanos pequeños le creían o no. “La colocaron los marineros para que los proteja”, nos informó mi hermano mayor. Los recuerdo. Nos recuerdo. Una de esas lanchitas con fondo de cristal. El paseo. “Un milagro”, decía mi abuela. Éramos cuatro niños muy flacos con nuestros salvavidas bicolores, mirando a través del fondo de la lancha y haciendo cantidad de esfuerzos por parecer convencidos. Nunca le pregunté a mi mamá si creía en “la aparición”. A ella le interesaban los barcos que llegaban al puerto desde el Mediterráneo. Tomaba piñas coladas y miraba el horizonte. Yo la imitaba.

Ahora soy yo quien toma las piñas coladas. “¿Allí sigue la virgen?”, le pregunté a una señorita que pasaba. “Dicen que sí, pero no sé, soy evangélica, los evangélicos no somos idólatras”. Un conductor de lanchas me aseguró que sí. No se ha movido de su lugar. No llevé mis nostalgias hasta el extremo de ir a buscarla. Me la imaginé, nada más. Así como quizá la invento: con una corona de flores en la cabeza. Cerrar los ojos y mirar a aquellos que fuimos. Juntos. Confiados. Unidos. Hace tantísimo. Antes de que la vida diera tantas vueltas hasta hacernos estrellarnos los unos contra los otros. Mi hermano mayor era nuestro líder. Allá vamos, entonces, hoy, los hijos de mi padre y mi madre. Los cuatro flaquitos en la gran aventura de atravesar el mar de la playa de Caleta a la isla Roqueta. Y sí, esa esquinita de Acapulco es de una inmensa belleza.

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